“La estupidez es una fuerza cósmica democrática. Nadie está a salvo. Y ya sea en el norte, el sur, el este o el oeste, cometemos las mismas estupideces una y otra vez. Parece existir algo que nos hace inmunes a la experiencia” (Manfred Max-Neff 1993)
La humanidad se encuentra en una encrucijada. No es para nada exagerado afirmar que como nunca antes los seres humanos están ahora obligados a encontrar respuestas estructurales y urgentes para cambiar el curso de un proceso que se perfila cada vez más como un suicidio colectivo, al menos para millones de los habitantes del planeta. Los crecientes problemas sociales en términos de pobreza y desigualdad, hambre y enfermedades, violencias e inequidades múltiples, con claras muestras de debilidad de las de por si frágiles instituciones políticas, configuran la una cara del problema. En la otra orilla, estrechamente vinculado a lo anterior, el calentamiento global, la pérdida de calidad y disponibilidad del agua, la erosión de la biodiversidad silvestre y agrícola, la desaparición de suelos agrícolas, el agotamiento de los recursos y el cada vez más limitado acceso a los mismos, las diversas formas de contaminación y los enormes desperdicios que ahogan el planeta, desembocan ya en un colapso ambiental. Y lo más preocupante radica en la ausencia de respuestas que vayan a la raíz de tantos problemas y retos.
La tragedia sanitaria nos ha servido para comprender mejor estas interrelaciones entre lo social y lo ambiental. Aceptemos que la crisis ecológica está en la origen de la pandemia del coronavirus; sea porque este virus tiene una raíz zoonótica, que es lo más probable, o inclusive si fuera un accidente por una mutación de laboratorio, ese sería un caso de afectación al ciclo de la evolución natural de algún otro virus o algo por el estilo. Y no solo eso, esta crisis multifacética que nos ahoga, con claros rasgos civilizatorios, no puede ser simplemente leída como una acción generalizada de los seres humanos, es decir del antropoceno. La realidad nos dice, si somos acuciosos en nuestros análisis, que en realidad la forma de organizarnos los humanos en la civilización: el capitaloceno -agudizado por su profundización neoliberal-,es la causante de este proceso que pone cada vez más en riesgo la existencia de millones de seres humanos y no humanos.
Los riesgos de negar lo innegable
Lo grave, y a la vez indignante, es constatar que las personas que encarnan puestos de liderazgo político, empresarial, académico o comunicacional, con muy pocas excepciones, niegan, con sus acciones, estas vinculaciones. Se encuentran más preocupadas en el corto plazo, en dar respuestas a sus intereses inmediatos, antes que en la discusión, la búsqueda y la cristalización de respuestas de fondo. En el mejor de los casos avanzan buscando soluciones que mitiguen un poco estos graves problemas, lo que, con mucha frecuencia, termina por ahondas los problemas de fondo. Veamos, a moco de referencia, lo que realmente significan esas economías pintadas de colores o circulares que, más allá de sus buenas intenciones, no cuestionan para nada la civilización del capital, por el contrario, en realidad, la protegen. Y en el ámbito político, sin negar para nada que la economía es siempre política, quienes nos gobiernan están más preocupados en las próximas elecciones que en el futuras generaciones.
El asunto es aún más complejo si reconocemos que las grandes corporaciones y los gobiernos de los países más ricos ocultaron información y retrasaron la acción necesaria para hacer frente al colapso climático. No solo eso, es común encontrar poderosos grupos negacionistas a pesar de las evidencias cada vez más indiscutibles de la descontrolada evolución de fenómenos ambientales y de procesos sociales que están desbaratando las bases del mundo en que vivíamos, que ya de por si eran insostenibles.
Todo lo anterior se complica aún más cuando constatamos que las respuestas para salir de la crisis del coronavirus, que agudizó las tendencias recesivas prevalecientes, apuntan a recuperar -a como de lugar- la senda del crecimiento económico en el marco del business as usual. Esto, para los países empobrecidos por el sistema capitalista, demanda apostar por el incremento de las exportaciones de materias primas forzando la ampliación de las fronteras extractivistas, con el consiguiente incremento de la destrucción ambiental. A la par, para dizque alcanzar mejores niveles de competitividad se ahonda aún más la flexibilización laboral, provocando una mayor precarización del trabajo. Y todo buscando el concurso de empresas extranjeras, sobre todo transnacionales, que carcomen sistemáticamente la capacidad de respuesta de Estados sumisos, lo que debilita la misma democracia.
En Nuestra América, el modelo de Estado está matizado por una ambigüedad fundacional en la construcción de “la nación”. Tal matiz, sustentado en la colonialidad del poder, resultó excluyente y limitante para el avance cultural, productivo y social en general. Nuestros Estado-nación en ciernes permanentemente, son funcionales al sistema-mundo, en tanto son dependientes de la lógica de acumulación capitalista global. A pesar de ese hecho, los debates sobre el Estado muchas veces se limitaron a coyunturas importantes, pero menores en esencia. Y por eso mismo gemos sido incapaces de profundizar en las soluciones requeridas.
En suma, más de lo mismo, como es evidente, desembocará en más de lo peor.
El fracaso de los parches en odre viejo
En este punto afloran las costuras de las políticas parche. El conservacionismo no basta para resolver los problemas: asegurar la intangibilidad de importantes zonas de vida silvestre, siendo importante, no es suficiente si simultáneamente no se detiene la expansión de los extractivismos en otras áreas, para mencionar un tema. Igualmente, a través de las políticas sociales solo se consigue paliar la pobreza, la desnutrición, las enfermedades, es decir todas aquellas pandemias sociales tan propias de la civilización del capital, pero por esta vía no se abordan los temas estructurales. Estamos, además, en un momento en el que debemos entender que tampoco son suficientes las respuestas individuales.
Aceptemos una evidencia, todavía difícil de digerir por parte de muchas personas. La gran disponibilidad de recursos naturales, en particular minerales o petróleo, acentúa la distorsión de las estructuras económicas y de la asignación de factores productivos en los países ricos en recursos naturales; una situación impuesta desde la consolidación del sistema-mundo capitalista. Así, muchas veces, se redistribuye regresivamente el ingreso nacional, se concentra la riqueza en pocas manos, mientras se incentiva la succión de valor económico desde las periferias hacia los centros capitalistas. Esta situación se agudiza por varios procesos endógenos y “patológicos” que acompañan a la abundancia de recursos naturales. En este contexto se genera una dependencia estructural pues la supervivencia de los países depende del mercado mundial, donde se cristalizan las demandas de la acumulación global.
En suma, recorriendo nuestras atormentadas historias de economías primario exportadoras, de sociedades clientelares y de regímenes autoritarios, parecería que nuestros países son pobres porque son “ricos” en recursos naturales. La miseria de grandes masas parecería ser, por tanto, consustancial a la presencia de ingentes cantidades de recursos naturales (con alta renta diferencial). La Naturaleza nos “bendice” con enormes potenciales que los seres humanos los transformamos en maldición… una real, compleja y cruda conclusión. Y en este empobrecimiento casi estructural, la violencia no solo es determinante, es también sistémica.
Esto es medular. La violencia en la apropiación de recursos naturales, extraídos atropellando todos los Derechos (Humanos y de la Naturaleza), no es una consecuencia sino una condición necesaria para poder apropiarse de los recursos naturales. Apropiación que se hace sin importar los impactos nocivos —sean sociales, ambientales, políticos, culturales e incluso económicos— de los propios extractivismos. El extractivismo, levantando la promesa de progreso y desarrollo, se impone violentando territorios, cuerpos y subjetividades. De hecho, la violencia extractivista hasta podría verse como la forma concreta que toma la violencia estructural del capital en el caso de las sociedades periféricas condenadas a la acumulación primario-exportadora. Tal violencia estructural del capitalismo es una marca de nacimiento pues —como bien señaló Marx— este sistema vino “al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies hasta la cabeza”[2].
A pesar de esas constataciones, los dogmas del libre mercado, transformados en alfa y omega de la economía —ortodoxa— y de la realidad social en general, tozudamente siguen recurriendo al viejo argumento de las ventajas comparativas. Los defensores del librecambismo recetan aprovechar aquellas ventajas dadas por la Naturaleza y sacarles el máximo provecho (cual torturador que busca una confesión a cualquier precio). Más aún ahora para superar -dicen- el bache del coronavirus. Y, para colmo, los dogmas librecambistas que acompañan al extractivismo son varios: la indiscutible globalización, el mercado como regulador inigualable, las privatizaciones como camino único a la eficiencia, la competitividad como virtud por excelencia, la mercantilización de todo aspecto humano y natural…
Dicho esto cabe preguntarnos cómo abordar los retos que tenemos entre manos, cuando la real politik no demuestra estar sintonizada con estas urgencias. No solo eso. La falta de comprensión de lo que está sucediendo por parte de quienes podrían liderar las transiciones que son indispensables para enfrentar estos complejos retos, se ve agravada por la emergencia de discursos y grupos políticos que alientan respuestas de nacionalismo a ultranza, intolerantes y autoritarias, xenófobas y racistas, con atisbos de un fascismo que comienza a hacerse presente en diversos gobiernos. Reconocer estas tendencias no puede llevar a minimizar las respuestas expresadas de forma diversa desde lo más profundo de sociedades en movimiento que no están dispuestas a aceptar tantas destrucciones e injusticias. Veamos solamente las explosiones sociales registradas en varios países de Nuestra América / Abya-Yala desde fines del año 2019: Ecuador, Colombia, Chile, Perú, Brasil…
Colombia, una mirada desde afuera
Sin entrar en una análisis detenido de la trascendencia de estos procesos diversos e incluso hasta contradictorios, me gustaría borronear un par de líneas sobre la realidad colombiana aún sin ser un ciudadano o un conocedor de toda su complejidad.
El año 2016 parecía que marcaba un nuevo comienzo en la historia de Colombia. Con la ratificación del acuerdo entre el Estado colombiano con las FARC se pretendía poner fin a un período de más de 50 años de hostilidades. Igualmente quedó abierta la puerta para la negociación entre el Gobierno nacional y el Ejército de Liberación Nacional – ELN. Como es ampliamente conocido esas expectativas no se han cumplido tal como se ansiaba. Hay muchos temas por resolver a más de las acciones violentas con las que determinados grupos de poder -formal e informal- no están dispuestos a transitar por el camino de la Paz.
Con el fin del conflicto armado en Colombia, como se anticipo oportunamente, se dio paso a una exacerbación de los conflictos socio-ambientales que han caracterizado la larga historia de actividades extractivas y de los métodos violentos que han primado en este país para lidiar con dichos conflictos. Recordemos que el Gobierno de Colombia depende del sector extractivo como generador de ingresos, y ha asignado grandes áreas a inversionistas privados para el desarrollo de actividades asociadas con la extracción petrolera, minera, y los monocultivos para exportación. Para superar la crisis del coronavirus, como lo hacen todos los gobiernos de los países vecinos, el Gobierno colombiano fuerza aún más los extractivismos, que incluso son vistos como una fuente fundamental de financiamiento de muchos compromisos del proceso de transición a la paz.
En algunas áreas en donde disminuyó desapareció el conflicto armado quedó expedito el acceso a las áreas previamente afectadas por la guerra. Lo que exacerba la violencia intrínseca a los mismos. En este contexto, alentados por las demandas derivadas de la crisis e influenciadas por los intereses de los grandes grupos extractivistas, se ha visto como se han ido cerrando aquellos espacios de participación democrática que comenzaron a construir una forma concreta de cómo podían intervenir las comunidades de forma vinculante y consecuente en las decisiones sobre el uso de los bienes naturales locales en actividades que podrían impactar sus medios de vida y su entorno. Me refiero concretamente al freno aplicado para detener las consultas populares que encontraron su punto de partida el 28 de julio de 2013, en el municipio de Piedras, Tolima. Allí la alianza entre los campesinos, los grandes productores de arroz, y las entidades municipales, junto con el apoyo de varios comités ambientales, estudiantes y asesores legales activaron el mecanismo de consulta popular, que luego se extendió por todo el país. Y que ahora, al haber sido bloqueado, en un ambiente de crecientes presiones extractivistas, incrementará las tensiones y las violencias.
Lo que preocupa es que el mensaje central de las movilizaciones por la democratización ambiental, es decir reconsiderar la relación de nuestras sociedades con la Naturaleza, no tiene cabida efectiva en las discusiones de la existente institucionalidad democrática.
La radicalización de la democracia como camino
En este escenario, con violencias, desigualdades, inequidades, injusticias y destrucciones sin precedentes en los más diversos ámbitos de nuestras sociedades, dar paso a formas fundamentales de democratización resulta imprescindible. Permitir, defender y fomentar la participación de la sociedad en la toma de decisiones en materia ambiental y territorial en el contexto de la transición a una sociedad que pueda resolver sus conflictos sin el uso de la violencia, representa una transformación de los conflictos ambientales en escenarios de democratización. La democratización ambiental es un asunto fundamental para alcanzar la paz con justicia social y ambiental, pues la una no existe sin la otra.
Debemos tener presente que los gobiernos de estas economías primario-exportadoras no sólo cuentan con importantes recursos –sobre todo en el auge de los precios– para asumir la necesaria obra pública y financiar políticas sociales, sino que pueden desplegar medidas y acciones que coopten a la población para asegurar una “gobernabilidad” que permita introducir reformas y cambios pertinentes desde sus intereses.
Además, la mayor erogación pública en actividades clientelares reduce las presiones latentes por una mayor democratización. Se da una “pacificación fiscal”, dirigida a reducir la protesta social. Ejemplo son los diversos bonos empleados para paliar la extrema pobreza, sobre todo aquellos enmarcados en un clientelismo puro y duro que premia a los feligreses más devotos y sumisos.
Los altos ingresos del Gobierno le permiten desplazar del poder y prevenir la configuración de grupos y fracciones contestatarias o independientes, que demanden derechos políticos y otros (derechos humanos, justicia, cogobierno, etc.). Incluso se destinan cuantiosos recursos para perseguir a los contrarios, incluyendo a quienes no entienden ni aceptan las “indiscutibles bondades” extractivistas y las políticas aperturistas que les son inherentes a los extractivismos. Estos gobiernos pueden asignar cuantiosas sumas de dinero para reforzar sus controles internos incluyendo la represión a opositores. Además, sin una efectiva participación ciudadana se da vacía la democracia, por más que se consulte repetidamente al pueblo en las urnas. Por eso mismo las buenas intenciones desembocan, con frecuencia, en gobiernos autoritarios y mesiánicos disfrazados de izquierdistas. Ese ha sido el transitar de los gobiernos progresistas en América Latina.
A la postre, la mayor de las maldiciones es la incapacidad para enfrentar el reto de construir alternativas a la acumulación primario-exportadora que parece eternizarse a pesar de sus inocultables fracasos. Es una violencia subjetiva potente que impide tener una visión clara sobre los orígenes y hasta las consecuencias de los problemas, lo que termina por limitar y hasta impedir la construcción de alternativas.
Un nuevo horizonte histórico emerge, en donde irrumpe la emancipación del eurocentrismo. Emancipación que convoca a una lucha social para prescindir del capitalismo. Esa será la única forma de abandonar una existencia social cargada de dominación, discriminación racista/étnica/sexista/clasista, explotación económica, donde el Estado es solo un ladrillo más del gran muro llamado capital. Esto reclama nuevas formas de comunidad y de expresar diversidad social, solidaridad y reciprocidad. Apunta, por igual, a terminar la homogeneidad institucional del Estado-nación, construyendo instituciones distintas, buscando igualdades en las diversidades. Este nuevo Estado deberá aceptar y propiciar autonomías territoriales de los pueblos y nacionalidades, de las comunidades y de los individuos. Todo esto, en esencia, significa crear democráticamente una sociedad democrática, como parte de un proceso continuo y de largo plazo, en el que la radicalización permanente de la democracia es insoslayable.
Nota:
[2] Marx, Karl. El Capital, Tomo I, Vol III, pág. 950. México, Siglo XXI, 2005 [1975]
Alberto Acosta. Economista ecuatoriano. Compañero de luchas de los movimientos sociales. Profesor universitario. Ministro de Energía y Minas (2007). Presidente de la Asamblea Constituyente (2007-2008). Autor de varios libros.
Este artículo fue publicado en la REVISTA FORO, número 105, diciembre 2021, Colombia.
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